Té a la menta sin prisas - Tánger |
- Cuánto eché de menos los atardeceres todos estos años en Europa.- ¿Acaso el sol no se ponía allí?- No como aquí, hermano. No como aquí.
Hace poco regresé a un país de esos que enganchan irremediablemente a las almas viajeras. Una asociación ecologista con un área dedicada a organizar viajes ambientales tenía como destino de una de sus escapadas el norte de Marruecos. La tentación era demasiado grande, aún a sabiendas de que el viaje sería muy intenso. Hubiera permanecido un par de días más (en realidad hubiera estado un par de semanas o de meses más, pero los tiempos son los que son), aún así, las horas de carretera fueron más que compensadas por la explosión de los sentidos provocada por los colores, olores, sonidos, sabores de este rincón especial del mundo. Y, justo es decirlo, por unos magníficos compañeros de viaje.
Partimos desde Extremadura temprano, para recalar en Algeciras a última hora de la mañana. Tras el paseo en ferry, una hora después nos encontrábamos del otro lado del estrecho.
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Tomando el ferry en Algeciras |
Aprovechamos que se acercaba la hora de comer para buscar un chiringuito en la playa donde saborear los manjares del Mediterráneo. Tras unas cuantas exquisiteces regadas con buena cerveza, remojón en el mar y breve ruta para conocer la ciudad autónoma de Ceuta, que con su situación estratégica ha sido ciudad de paso de
muchas culturas, cuyos vestigios aún permanecen en ella. Es sin duda un
bonito e interesante lugar que bien merece dedicarle su tiempo en una
ruta hacia el sur.
Murallas Reales y foso navegable de Ceuta |
Tras el paso por la aduana llegamos a Marruecos y enfilamos la carretera de la costa, flanqueada por complejos turísticos y residenciales en un afán de modernización y capitalismo que parece haber sacudido al país, tan inmerso como empeñado en cometer los mismos errores en los que incurrió España hace unas décadas. Llegamos así a Tetuán, en cuyas afueras recalamos para pasar la noche.
Después de un buen descanso nocturno y mejor desayuno, vuelta a la carretera, esta vez en dirección a Chefchaouen o Xauen. No por turístico y masificado debe obviarse una visita a este pueblo de cuento al pie del Rif.
La tarde la pasamos en Tánger y, con demasiado poco tiempo que dedicarle, tocaba perderse en la Medina. Nuestros pasos, sin más mapa ni guía que el rumbo que los pies nos marcaran, nos llevaron hasta la puerta de entrada al Gran Zoco, laberíntico y fascinante. Calles y más calles, con el inevitable juego del regateo de fondo. Tratando de encontrar el camino de vuelta una vez perdida ya toda noción de tiempo y orientación, tropezamos con el Gran Teatro Cervantes, una arrebatadora aparición. En un estado decadente, por no decir ruinoso, no deja sin embargo de emanar la historia de éxitos pasados.
La última parada fue el mágico Tetuán. "La paloma blanca", capital de provincia española hasta 1956. Allí nos dirigimos al despertar del siguiente día. Pura esencia andalusí. Una maravilla perderse en las tumultuosas y estrechas callejuelas, hasta casi desfallecer para resucitar con un buen cuscús, que no podía faltar en este viaje.
Por las calles de Tetuán |
Y llegó sin darnos cuenta el momento del regreso. Tocaba invertir la ruta. Aduana de nuevo, Ceuta, ferry, Algeciras, carretera y manta. Alguien me despierta para avisarme de que estamos de nuevo en el punto de partida. Son las (muchas) tantas. Recojo mi coche y conduzco hasta casa. En unas horas el despertador sonará y los expedientes me esperan en la oficina. Tocará aparcar a la vilana soñadora hasta la próxima escapada. O hasta que pueda refugiarse de nuevo en su cuaderno para recordar vivencias o fabricar historias.